viernes, 5 de febrero de 2016

De los incomprendidos chinos

(Estimado señor lector: Espero no aburrirte con estos primeros párrafos que evocan mi experiencia personal, pero me parecieron ilustrativos y que servirían como una evidencia real del punto al cual espero llegar. Sólo estoy excusándome para que no creas que estás leyendo mi diario y digas “Ush, ¿esto qué?”. Por tu atención, gracias.)

Yo nací lacia. Fui un bebé de pelitos parados. Mi cabello lo llevaba corto, y antes de entrar a preescolar decidí que quería tenerlo tan largo como la Pocahontas de Disney. Conservé el cabello a la cintura hasta los 11 años y fue entonces cuando lo más imprevisible del mundo sucedió: mi flequillo, una cortina perfectamente planchada, se transformó en cuatro rulitos rebeldes e independientes.

Dejé ser a esos cuatro extraños y fingí que no sucedía nada fuera de lo ordinario. Después noté que el resto de mi cabello ya no se veía tan lacio como antes y, en uno de esos arranques de locura adolescente, lo corté. Primero, a media espalda; un par de años después, a los hombros. En ese momento los chinos colonizaron mi cabeza y la declararon firmemente como suya.

Como era de esperarse, yo no sabía qué hacer con esa horda caótica que acababa de tomar el control. La cepillaba porque esa mi costumbre y lo único que necesitaba mi ahora extinto cabello lacio (en paz descanse). El resultado obvio – para mí no tan obvio en ese entonces – fue un peinado grifo, esponjado y ridículo. Intenté aplacarlo con mousse, con lo cual terminó grifo, esponjado, ridículo y tieso. Odiaba mi cabello; todo era más sencillo con mi antigua melena lisa.

La primera vez que me plancharon el cabello fue en algún año de la preparatoria, gracias a mis amigas dentro de la misma escuela. Ese día conocí uno de los cumplidos más agridulces que he recibido: “¡Qué bien te ves! ¡Deberías hacerlo más seguido!”. OK, siempre es lindo escuchar que te ves bien, pero ¿por qué debería hacerlo más seguido? ¿Acaso la forma natural de mi cabello no es la correcta para mi vida? Tuve compañeras que diario, diario se alaciaban sus rizos porque no les parecía una corona grata. En cambio, era muy esporádico que alguien se enchinara sus lacios. ¿Por qué? ¿Los chinos nos hacen aparentemente menos bonitas?

Cuando tienes cachos – como se les llama en portugués – de inmediato te conviertes para los demás en una despeinada greñuda. En las fotografías siempre tendrás un halo de pelillos libres alrededor tuyo. El look de tu cabello es impredecible todos los días; lo mejor que puedes hacer es bañarte y esperar lo mejor. Tus conocidos comentan lo sencillo que ha de ser no peinarse, así como tú (hasta que no veas a un chino recién levantado de la cama, no sabes lo que es en realidad estar despeinado, lo juro).

Ser rizado te vuelve un incomprendido. No pretendo señalar esta cuestión como una de las grandes problemáticas del mundo que destrozan con crueldad a la sociedad. Para nada. Hay discriminaciones más serias, violentas y mortales, pero un prejuicio – por más pequeño que sea – sigue siendo un prejuicio. Y muchos problemas pequeños tienden a terminar en los grandes problemas de todos.

¿Se han fijado que en series y películas el cambio de imagen de “descuidada” a “guapa” es una transformación de china a lacia? Supe de una amiga a la cual le pedían en su trabajo plancharse sus rulos diario porque según no se veían muy profesionales. También sucede que absolutos desconocidos se sienten con el derecho de agarrar tu cabello en plena calle porque les parece inusual, como si fuera un bicho raro entretenido y no una extensión natural de tu persona.

Tu melena (¡o no-melena también!) es una parte de ti. Si gustas de experimentar con ella, eres libre de hacerlo, pero no permitas que te hagan creer que su forma natural de ser está mal (lo mismo sucede con cualquier parte de tu cuerpo). “Lo que importa es lo de adentro”: será el cliché más antiguo del universo, pero en tiempos como éste en el cual hasta unos chinos rebeldes pueden ser causa de discriminación nunca estará de más seguirlo repitiendo hasta que al fin lo tomemos como una regla de vida y no sólo como un dicho popular.