(Estimado señor lector: Espero no aburrirte con estos primeros párrafos que evocan mi experiencia personal, pero me parecieron ilustrativos y que servirían como una evidencia real del punto al cual espero llegar. Sólo estoy excusándome para que no creas que estás leyendo mi diario y digas “Ush, ¿esto qué?”. Por tu atención, gracias.)
Yo nací lacia. Fui un bebé de pelitos parados. Mi
cabello lo llevaba corto, y antes de entrar a preescolar decidí que quería
tenerlo tan largo como la Pocahontas de Disney. Conservé el cabello a la
cintura hasta los 11 años y fue entonces cuando lo más imprevisible
del mundo sucedió: mi flequillo, una cortina perfectamente planchada, se
transformó en cuatro rulitos rebeldes e independientes.
Dejé ser a esos cuatro
extraños y fingí que no sucedía nada fuera de lo ordinario. Después noté que el
resto de mi cabello ya no se veía tan lacio como antes y, en uno de esos
arranques de locura adolescente, lo corté. Primero, a media espalda; un par de
años después, a los hombros. En ese
momento los chinos colonizaron mi cabeza y la declararon firmemente como suya.
Como era de esperarse, yo
no sabía qué hacer con esa horda caótica que acababa de tomar el control. La
cepillaba porque esa mi costumbre y lo único que necesitaba mi ahora extinto
cabello lacio (en paz descanse). El resultado obvio – para mí no tan obvio en
ese entonces – fue un peinado grifo, esponjado y ridículo. Intenté
aplacarlo con mousse, con lo cual
terminó grifo, esponjado, ridículo y tieso. Odiaba mi cabello; todo era más
sencillo con mi antigua melena lisa.
La primera vez que me
plancharon el cabello fue en algún año de la preparatoria, gracias a mis amigas
dentro de la misma escuela. Ese día conocí uno de los cumplidos más agridulces
que he recibido: “¡Qué bien te ves! ¡Deberías hacerlo más seguido!”. OK,
siempre es lindo escuchar que te ves bien, pero ¿por qué debería hacerlo más
seguido? ¿Acaso la forma natural de mi cabello no es la correcta para mi vida?
Tuve compañeras que diario, diario se alaciaban sus rizos porque no les parecía
una corona grata. En cambio, era muy esporádico que alguien se enchinara sus
lacios. ¿Por qué? ¿Los chinos nos hacen aparentemente menos bonitas?
Cuando tienes cachos –
como se les llama en portugués – de inmediato te conviertes para los demás en una
despeinada greñuda. En las fotografías siempre tendrás un halo de pelillos
libres alrededor tuyo. El look de tu
cabello es impredecible todos los días; lo mejor que puedes hacer es bañarte y
esperar lo mejor. Tus conocidos comentan lo sencillo que ha de ser no peinarse,
así como tú (hasta que no veas a un chino recién levantado de la cama, no sabes
lo que es en realidad estar despeinado, lo juro).
Ser rizado te vuelve un incomprendido. No pretendo señalar esta cuestión como una de las grandes
problemáticas del mundo que destrozan con crueldad a la sociedad. Para nada.
Hay discriminaciones más serias, violentas y mortales, pero un prejuicio – por más
pequeño que sea – sigue siendo un prejuicio. Y muchos problemas pequeños
tienden a terminar en los grandes problemas de todos.
¿Se han fijado que en
series y películas el cambio de imagen de “descuidada” a “guapa” es una
transformación de china a lacia? Supe de una amiga a la cual le
pedían en su trabajo plancharse sus rulos diario porque según no se veían muy profesionales.
También sucede que absolutos desconocidos se sienten con el derecho de agarrar
tu cabello en plena calle porque les parece inusual, como si fuera un bicho raro
entretenido y no una extensión natural de tu persona.
Tu melena (¡o no-melena
también!) es una parte de ti. Si gustas de experimentar con ella, eres libre de
hacerlo, pero no permitas que te hagan creer que su forma natural de ser está
mal (lo mismo sucede con cualquier parte de tu cuerpo). “Lo que importa es lo
de adentro”: será el cliché más
antiguo del universo, pero en tiempos como éste en el cual hasta unos chinos
rebeldes pueden ser causa de discriminación nunca estará de más seguirlo
repitiendo hasta que al fin lo tomemos como una regla de vida y no sólo como un
dicho popular.
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